Introducción
El término reactividad en el ámbito canino ha ganado una notable presencia en los últimos años, tanto en la práctica profesional como en la literatura científica y divulgativa. No obstante, su definición y aplicación siguen siendo objeto de debate, debido a la amplitud de conductas que engloba y a la carga interpretativa asociada a la percepción humana (Stephens-Lewis et al., 2022, 2024). En términos generales, la reactividad puede entenderse como una respuesta desproporcionada frente a estímulos internos o externos, en la que se combinan factores fisiológicos, emocionales, cognitivos y contextuales (Belpedio et al., 2010; Bradshaw, 2011; Carrier et al., 2013).
Bases fisiológicas y conductuales de la reactividad
Desde una perspectiva etológica y neuroendocrina, la reactividad surge en gran medida como resultado de un estado de sobreexcitación vinculado a la activación del eje hipotalámico-pituitario-adrenal. La exposición a estímulos percibidos como amenazantes o excesivamente estimulantes genera un aumento de adrenalina y cortisol, hormonas relacionadas con la activación simpática y la respuesta de estrés (Fishburn, 2014).
La génesis neurobiológica de la reactividad se fundamenta en la activación del eje hipotálamo-hipófisis-adrenal (HPA) y del sistema nervioso simpático. La exposición a situaciones percibidas como aversivas o excesivamente estimulantes desencadena una cascada neuroendocrina caracterizada por:
- Liberación inmediata de catecolaminas: La adrenalina y noradrenalina median la respuesta de «lucha o huida», incrementando la frecuencia cardíaca, la presión arterial y la actividad motora.
- Activación del eje HPA: La liberación de factor liberador de corticotropina (CRH) desde el hipotálamo estimula la producción de hormona adrenocorticotrópica (ACTH) en la adenohipófisis, culminando en la síntesis de cortisol en la corteza adrenal (Carrier et al., 2013).
- Modulación del sistema límbico: La amígdala, estructura clave en el procesamiento emocional, amplifica las respuestas defensivas cuando detecta amenazas potenciales, mientras que el hipocampo modula la contextualización de la respuesta de estrés.
Este estado de hiperexcitación neurobiológica incrementa significativamente la probabilidad de manifestación de conductas agresivas y/o reactivas, estableciendo un ciclo de retroalimentación positiva que puede perpetuar y amplificar las respuestas desadaptativas (Fishburn, 2014).
Esta activación fisiológica se traduce en una serie de respuestas conductuales que incluyen:
Conductas de aumento de distancia:
- Vocalizaciones excesivas (ladridos, gruñidos, gemidos)
- Comportamientos locomotores de evitación
- Posturas corporales de amenaza
- Conductas de abalanzamiento o embestida
Indicadores de activación del sistema nervioso simpático:
- Alerta sostenida con hipervigilancia
- Incremento de la actividad motora general
- Temblores musculares
- Alteraciones en los patrones respiratorios
Comportamientos estereotipados y repetitivos:
- Conductas de desplazamiento
- Estereotipias motoras
- Comportamientos autodirigidos (lamido excesivo, mordisqueo)
Estas manifestaciones constituyen estrategias adaptativas que, en contextos naturales, facilitarían la supervivencia del animal mediante el aumento de distancia respecto a estímulos potencialmente amenazantes (Overall, 1997; Stephens-Lewis et al., 2024)
La evaluación de la reactividad se centra en variables como la intensidad y duración de la respuesta, la latencia de aparición y el tiempo necesario para recuperar la homeostasis.
La valoración científica de la reactividad se basa en variables cuantificables que permiten su caracterización objetiva:
- Intensidad de la respuesta: Magnitud de la activación comportamental y fisiológica
- Duración: Tiempo de mantenimiento de la respuesta reactiva
- Latencia: Rapidez de aparición tras la exposición al estímulo desencadenante
- Recuperación: Tiempo requerido para el retorno a parámetros basales de homeostasis
Estos parámetros permiten diferenciar entre un comportamiento puntual adaptativo y una respuesta reactiva persistente, que puede comprometer el bienestar del perro y su entorno.
Ambigüedad conceptual y percepciones humanas
Una de las principales dificultades en el abordaje de la reactividad reside en la ambigüedad terminológica. Según Stephens-Lewis et al. (2022, 2024), el término “reactividad” se emplea de forma genérica para describir un espectro muy amplio de conductas: desde ladridos ante ruidos intensos hasta respuestas agresivas dirigidas a otros perros o personas.
Hart y King (2024) señalan que esta amplitud refleja que la reactividad no constituye un único comportamiento, sino un conjunto de respuestas influenciadas por factores emocionales, fisiológicos, de aprendizaje y ambientales. A ello se suma el peso de las expectativas humanas respecto a lo que se considera un comportamiento adecuado o inadecuado, lo cual complejiza aún más su comprensión. Esta dualidad refleja la naturaleza inherentemente relacional de la reactividad canina, que no puede comprenderse exclusivamente desde la perspectiva etológica, sino que requiere la incorporación de elementos antropocentristas que influyen en su percepción e interpretación.
Esta ambigüedad conceptual deriva de múltiples factores:
- Heterogeneidad de estímulos desencadenantes: la diversidad de factores que pueden elicitar respuestas reactivas
- Variabilidad emocional subyacente: las diferentes emociones que pueden mediar la respuesta (miedo, frustración, excitación)
- Diversidad de expresiones comportamentales: el amplio rango de manifestaciones conductuales posibles
- Variabilidad en la intensidad: las diferencias individuales en la magnitud de la respuesta
Encuestas cualitativas: perspectivas humanas sobre la reactividad
1. Significados atribuidos al término “reactividad”
El estudio cualitativo de Stephens-Lewis et al. (2024) proporciona una comprensión profunda de cómo los tutores caninos conceptualizan la reactividad. Los hallazgos revelan una dicotomía fundamental en la percepción del término:
La reactividad como punto de partida: Un segmento de participantes conceptualiza la reactividad como una etiqueta diagnóstica constructiva que facilita:
- La comprensión del comportamiento canino desde una perspectiva no punitiva
- El acceso a recursos profesionales especializados
- La destigmatización del animal mediante el reconocimiento de bases emocionales subyacentes (particularmente el miedo)
Un testimonio representativo ilustra esta perspectiva: «Al tener el término ‘perro reactivo’ no lo estás etiquetando como agresivo. Esto permite ofrecer una comprensión más profunda del perro y no verlo como algo negativo, sino entender que tu perro tiene miedo.»
La reactividad como punto final: Otro segmento percibe el término como una etiqueta limitante que:
- Exime de responsabilidad al tutor
- Traslada la culpabilidad exclusivamente al animal
- Funciona como justificación para la inacción o el abandono de estrategias de modificación comportamental
Esta perspectiva se refleja en declaraciones como: «La reactividad es etiquetar al perro y no es su culpa, ¡es 100% culpa del tutor!»
Los hallazgos sugieren que la reactividad funciona como una construcción social que refleja principalmente las expectativas humanas sobre el comportamiento canino apropiado. Los participantes reconocen que se trata de «una etiqueta humana para describir conductas que consideramos inapropiadas, aunque sean naturales en perros.»
Esta perspectiva antropocéntrica revela que la reactividad no es un fenómeno puramente etológico, sino un constructo que emerge de la intersección entre el comportamiento natural canino y las expectativas culturales humanas sobre la conducta animal apropiada.
Como respuesta a la complejidad conceptual identificada, Stephens-Lewis et al. proponen el Marco de Reactividad Canina Percibida, un modelo integrativo que incorpora tres dimensiones fundamentales:
- Características caninas: factores emocionales, de aprendizaje y fisiológicos.
- Expectativas humanas: normas sociales y juicios de lo que se considera apropiado o inapropiado.
- Capacidad humana: nivel de conocimiento, motivación y habilidades del tutor para gestionar la conducta.
Este marco enfatiza que la reactividad debe analizarse siempre en el contexto de la relación humano-perro y no como un rasgo aislado del animal. Estos tres elementos operan dentro de un contexto ambiental específico que modula su expresión e interacción. El contexto incluye variables físicas (espacio urbano vs. rural), sociales (densidad de población canina) y temporales (momentos del día, estacionalidad) que influyen en la manifestación y percepción de la reactividad.
2. La experiencia cotidiana de convivir con un perro reactivo
Un segundo estudio, realizado por Hart y King (2024) en Anthrozoös, exploró la experiencia subjetiva de tutores de perros reactivos. Entre los hallazgos más relevantes destacan:
- Falta de comprensión social: expresiones como “No pasa nada, es amistoso” generan frustración y sensación de injusticia en los cuidadores, al percibir que sus esfuerzos son juzgados o minimizados.
- Carga emocional y física: ansiedad, aislamiento social, e incluso lesiones derivadas de la gestión física del perro.
- Gestión constante: elección de rutas, horarios antisociales, uso de material especializado (arneses, bozales), medicación y programas de entrenamiento basados en refuerzo positivo.
- Ambivalencia emocional: orgullo por los progresos del perro, combinado con frustración y agotamiento.
- Coste invisible: inversión de tiempo, dinero y recursos psicológicos, así como deterioro de vínculos sociales.
Estos resultados reflejan que la reactividad no solo afecta al perro, sino que también transforma profundamente la vida cotidiana de sus tutores, quienes deben sostener la carga emocional, logística y social de la convivencia.
Los datos actuales permiten afirmar que la reactividad es un constructo multidimensional que no puede reducirse a un único patrón de conducta. Involucra tanto la fisiología y la emoción canina como las percepciones, expectativas y capacidades humanas. La ambigüedad del término, lejos de ser un obstáculo, puede convertirse en una oportunidad para matizar y enriquecer la comprensión de la relación humano-perro.
Desde un punto de vista aplicado, esto implica que:
- La intervención profesional debe combinar el análisis etológico y fisiológico del perro con el acompañamiento psicoeducativo al tutor.
- Las etiquetas diagnósticas deben usarse con cautela, priorizando siempre el bienestar y la individualización del caso.
- Es necesario seguir investigando mediante estudios cualitativos y mixtos que integren la perspectiva de los cuidadores, ya que estas experiencias influyen directamente en la gestión de la reactividad y en la búsqueda de ayuda profesional.
Conclusión
La reactividad en perros no constituye una categoría unitaria, sino un fenómeno complejo, multidimensional y situado en la interacción humano-animal. Definirla como una mera “respuesta desproporcionada” resulta insuficiente; es más apropiado concebirla como la convergencia de factores emocionales, fisiológicos, sociales y de percepción humana. Reconocer esta complejidad permite diseñar estrategias de intervención más eficaces, que no solo atiendan a las conductas del perro, sino también a las realidades y necesidades de sus tutores.
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Referencias
- Stephens-Lewis, D., Johnson, A., Turley, N., Naydorf-Hannis, R., Scurlock-Evans, L., & Schenke, K. C. (2024). Understanding canine ‘reactivity’: Species-specific behaviour or human inconvenience?. Journal of Applied Animal Welfare Science, 27(3), 546-560.
- Hart, C. J., & King, T. (2024). “It’s Okay He’s Friendly”: Understanding the Experience of Owning and Walking a Reactive Dog Using a Qualitative Online Survey. Anthrozoös, 37(2), 379-400.